De toda la oferta de entretenimiento que despliega una capital como Madrid, existe un territorio poco o nada explorado por una mayoría del público formado, enterado, informado, que va a conciertos, compra discos, toca en bandas, llena festivales y lee revistas especializadas en música alternativa, independiente, contemporánea o como puñetas se diga ahora: los musicales. Es como si el lenguaje de los musicales y el de la escena musical fueran distintos, ajenos, se dieran la espalda. Como España y Portugal o como los vecinos de escalera. Y todo por esa execrable superioridad moral/cultural que casi parece que forma parte del ADN de la escena independiente musical y que viene a decir que lo que se sale por arriba o por abajo (sobretodo por abajo) de sus líneas rojas, está condenado al desprecio. Y no hay mayor desprecio que no hacer aprecio: ningún artículo en las principales webs de música independiente, ninguna mención en revistas mensuales, ningún blog de ningún periodista/músico/activista hablando del tema. Nada en absoluto. Los musicales tienen el mismo impacto mediático y emocional que el más minoritario de los deportes de invierno -qué sé yo, el curling-, entre el público que, sin embargo, baila como monos tití las canciones de Madonna, Village People, Gloria Gaynor, ABBA o Vanessa Williams, e incluso compra obedientemente las nada baratas reediciones en vinilo de estos indiscutibles clásicos. Es curioso: son justo estos artistas los que suenan en Priscilla, Reina del Desierto, el musical que se estrena este fin de semana en el Teatro Nuevo Alcalá de Madrid y que estará en cartel las próximas semanas.
Hace algunos días fuimos invitados a uno de los ensayos generales de Priscilla, con toda la escenografía en su sitio, sin más cortes que el descanso entre el primer y el segundo acto, con todas las luces funcionando, todos los watios a tope, toda la gente enchufada. Y allí, mitad descreídos y mitad cmpliendo con el trámite de haber respondido a una invitación a la que ni tan siquiera le habíamos concedido el beneficio de la sorpresa (era un musical y los musicales son para gente que no conocemos: grupos de turistas de provincias, recién jubilados con ganas de ponerse al día, familias poco exigentes con su gasto en ocio, parejas de novios de los de pedir la mano a los padres de ella, amigas en ebullición en medio de una despedida de soltera y ejecutivos de paso por Madrid cuyo hotel está a una distancia de menos de diez minutos andando del teatro y que se pueden permitir pagar una butaca y dudar si pasarla como gasto de representación cuando regresen a sus jodidamente eficientes países centroeuropeos), nos cayó a plomo toda la desgracia del ignorante: aquello, igual que la primera vez que vimos en directo a Antony and the Johnsons o a Godspeed You! Black Emperor, nos estaba vapuleando con un código que entendíamos pero que era completamente nuevo. Un código exigente que reúne de forma magistral teatro, cine, coreografías que dan cero vergüenza y una selección de canciones inquebrantable desde cualquier punto que se quisieran atacar. Un producto completo, sólido, permeable a los giros del lenguaje y que esconde una sorpresa a la altura del día que alguien vio a Messi jugar al fútbol por primera vez: Mariano Peña (conocido en todos los hogares españoles por ser Mauricio Colmenero, el homófobo y franquista camarero de la serie Aída) se convierte en el transexual Bernadette y de paso roba la cartera a todos y cada uno de los actores españoles de su generación. Mariano Peña es el nuevo Kevin Spacey después de rodar American Beauty, el nuevo Ryan Gosling después de Drive. Sólo por verle a él merece la pena pagar la entrada en reventa al triple de su precio original. Es un desfase. Y nosotros ahí, sin saber de dónde salía tanto talento, sin tocar los frutos secos que habíamos metido escondidos para que las dos horas y pico de espectáculo se nos hicieran más amenas. Todo está bien hecho en Priscilla: la adaptación de la película original se respeta; la música se toca en directo por una banda solvente, efectiva y perfectamente engrasada; el humor funciona; las cantantes cantan; los bailarines bailan; el autobús -que pudo entrar en el teatro sólo después de que arquitectos y obreros rompieran el marco de la puerta principal para luego volverlo a reconstruir- es un actor más de la función y el desfile de trajes, pelucas, maquillajes y colores es tan brillante que casi se hace necesario el uso de gafas de sol. Es el exceso bien entendido.
Es probable que lo peor del musical de Priscilla sea su público potencial, pero eso también le pasa a U2 o a Bruce Springsteen y nadie duda de la calidad de sus canciones o de la vigencia de su discurso. Tan estúpido sería no ir a ver a estos grupos como no ir a ver a Priscilla por motivos similares.
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